Marruecos..


¡Cuánto se ha hablado de Marruecos estos días!. Esa derrota de España ante los chavales
norteafricanos, algunos nacidos en nuestro país por cierto, ha sentado a muchos como una
daga clavada en pleno estómago. «Los apestados nos han ganado», dirían….es como si el
Cid a caballo hubiese sido denigrado por los islámicos.

Esto ha traído consigo nuevos episodios racistas y xenófobos (tampoco hace falta mucho
para que tales episodios se repitan), algo ya demasiado manido y detestable, entre los
sectores de ultraderecha. Falacias sobre la inmigración, sobre los menores no tutelados,
sobre las ayudas a la gente vulnerable. Lo de siempre, vamos…Y se ha recordado el
Sáhara y la valla de Melilla, pero de manera muy sucinta.

Pero yo lo que quiero recordar es algo hermoso, quiero recordar un viaje, una salida de
campo hace casi 10 años. Quiero recordar mi Marruecos, quiero recordar África. Una
expedición arqueológica que se iba a convertir en una de las experiencias más maravillosas de mi vida. Porque Marruecos es todo sentidos, son olores, son colores, es arena y son especias, té verde con menta. Son dátiles en sus palmeras, roca, carreteras de tierra y arena, mercados y jolgorio, diferencia diversa. Gente de mirada intensa, de piel áspera y negra. Vista, olfato, gusto y tacto. Marruecos me marca, suena la música de timbal y laúd y se me llena el alma.

Estamos en la frontera entre Marruecos y Argelia. Una zona desértica y montañosa, de
colores ocre y rojizos. Un Jeep de los años 90, solo con asientos delanteros. Detrás tres
personas, sin agarre, con los cuerpos danzando al ritmo de baches y piedras. ¡Cuántas
risas, cuántas ilusiones! Todo era de película: barrancos, carreteras casi infranqueables y
niños andando solitarios desde las casas de adobe hasta la escuela del pueblo. Felices
miraban el coche y corrían «son los que venían a buscar piedras», les decían en el pueblo.
Personas sentadas en círculos sobre las carreteras de tierra. Todo era rojo y ocre, marrón y
pardo. Y el atardecer más bello que he visto jamás.

Aparcamos la reliquia arqueológica motorizada en el camino y seguimos a pie. Tras una
pequeña colina llegamos a una pared de piedra, lisa, plana, vertical, única. Sola en medio
de todo. Al borde un barranco que divisaba una planicie y montañas al fondo. Lo que
escondía esa pared era maravilloso. Decenas de grabados rupestres a tamaño casi real:
jirafas, bóbidos, felinos…y otras representaciones de la fauna africana prehistórica.
Imponentes, casi vivos. Y allí mismo, acostados sobre la arena, un grupo de sapiens
sapiens vio anochecer. La arena roja se fundió con el cielo rojo, se convirtieron en uno solo.
Rojo volcán, rojo tierra, rojo fuego, rojo África, rojo…


Y los animales cobraron vida, como si esperasen la noche de los tiempos para ser reales.
Como sombras bailando entre la penumbra. Volviendo a nuestros orígenes. Mi piel de
gallina, sintiendo qué en ese instante era perfecta la vida.

Sabor a tallin, a cous cous, olor a comino, a dátil, a aceitunas, a leña quemada y a tierra
seca….

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